Les comparto la traducción del artículo “The Surfer’s Secret to Happiness” de Ellis Avery publicado en The New York Times el 10 de agosto de 2019.
En el 2013, a la edad de 41 años, decidí hacer un cambio de carrera y convertirme en una practicante de enfermería. En ese momento, un caso avanzado de artritis reactiva frecuentemente me impedía caminar. Todo el tiempo que tomé clases de prerrequisito, usaba un scooter, un dragonfly de 35 libras y 3 ruedas, hecho por una compañía llamada TravelScoot. También necesitaba usar botas quirúrgicas que me ayudaran a caminar.
Monté el scooter en el sol y a través de la nieve, en la ciclovía al lado del río Hudson, desde mi casa en West Village a la Universidad Comunitaria de Manhattan en el centro de la ciudad. Lo monté a través del laberinto intestinal que es el sistema de trenes subterráneos de la ciudad de New York, a través de túneles que atrapan el calor y el frío del clima del día anterior, elevadores que suben y bajan que atrapan el olor a orina, hacia la Universidad de Tecnología de la ciudad de New York ubicado en Brooklyn. Lo monté, y lo monté, y lo monté, y preguntándome si algún día volveré a caminar otra vez.
No era Yo, quería decírselo al mundo. Esta vez no cuenta. Cuando camine otra vez, ese será el momento que volveré a ser Yo.
En medio de la miseria, Yo misma me daba esperanza. Un asistente médico en el consultorio de mi médico de atención primaria me habló de uno de sus compañeros, un hombre con parálisis cerebral, que había completado el programa y se había graduado mientras usaba una silla de ruedas. En el 2016, fui aceptada en un programa de enfermería en una universidad comunitaria, pero luego me dijeron que regresara cuando ya no necesite las botas, lo cual sería nunca.
Seguí montando mi scooter, creyendo que alguna escuela, en algún lugar, haría un sitio para mí. No me veía en mi futuro caminando rápidamente por los pasillos de un hospital. Sólo necesitaba entrar a una escuela para algún día poder estar sentada detrás de un escritorio en un centro de salud o trabajar en una clínica de consulta externa. Hay bastante trabajo de enfermería que puede realizarse tan bien con una bota quirúrgica como con un zapato. Podría escribir una prescripción, dar una vacuna, insertar un dispositivo intrauterino. Podría ver aun paciente a los ojos y escucharlo.
En julio de 2017, pude dejar la bota y caminar otra vez por primera vez en años. Mi esposo y Yo estuvimos pensando en mudarnos a Australia, así que apliqué a programas allá y fui admitida en la escuela de enfermería de la Universidad de Melbourne. Después de completar mi primer semestre, me fui a Sydney por un mes. Allí, viví en un apartamento con vista a la playa Bondi, quizá el destino de surf urbano más querido del mundo.

Día tras día veía a los surfers. Soñaba con algún día tomar una clase de surf, pero mi sensación de caminar se sentía tan reciente e improbable que no lo consideré. Pero de alguna forma, sentía que ya estaba surfeando. Estuve surfeando sobre la medicación de la artritis que había empezado a tomar en la primavera de 2016. Estuve surfeando sobre el shot de esteroide que recibí en abril de 2017. Estuve surfeando sobre los probióticos inmunomoduladores con los que estaba experimentando. Al igual que si fuera un surfista, cualquier pequeña cosa podría tirarme de mi tabla y volver a mi miseria artrítica, volver a la bota y el scooter que había llegado a conocer y detestar.
Mirando a los surfers noté que, el tiempo que pasan sobre su tabla corriendo olas, era mínimo comparado con el tiempo que pasan balanceándose sobre el agua junto a su tabla, generalmente dirigiéndose a ningún lado. Aún los mejores surfers pasan mucho más tiempo fuera de su tabla que en ella.
Si agregas los segundos que pasa un buen surfer corriendo olas, acumularía sólo una pequeña fracción de una vida entera. Aun así, los surfers son surfers todo el tiempo. Son surfers cuando están trabajando en su empleo de mierda, soñando todo el día con surfear. Son surfers cuando se levantan a las 4 de la mañana. Son surfers cuando bajan la colina con su tabla rumbo a la playa Bondi. Son surfers cuando toman sus espressos antes del amanacer. Son surfers cuando reman sobre sus tablas. Son surfers cuando esperan y esperan por la ola correcta. Son surfers cuando se caen de la tabla, revolotean ciegamente en las olas rezando que sus tablas no les rompa el cráneo. Son surfers cuando se sientan en sus camionetas con sus amigos después de surfear, comiendo silenciosamente sus comidas en base a granos en un tazón.
¿Cuál es la cuestión con los surfers? Ellos parecen no quejarse de todo el tiempo que no pasan sobre sus tablas corriendo olas. No sólo son surfers todo el tiempo, a mi parecer, ellos son felices todo el tiempo.
¿Yo puedo hacer eso? ¿puedo estar feliz, aunque no sé si seré capaz de caminar el próximo día, o si estaré viva dentro de un año? ¿podría el tiempo que usé la humillante y tediosa bota, y el scooter, contar como mío? En lugar de esperar estar bien otra vez para ser Yo misma ¿podría hacerlo estando enferma también? ¿podría declararme a mí misma una surfer todo el tiempo, y aprovechar esa felicidad?
Pensé en mi tiempo en New York, cuando me levantaba al amanecer para tomar cursos y pasantías en consultorios médicos, y luchaba tanto para desplazarme como para reubicarme en el verdadero yo: había visto una nueva luz en los rostros de mis compañeros estudiantes y pacientes, en nuestro esfuerzo compartido por vivir. El oscuro misterio del sufrimiento corporal se me había ofrecido como una nueva forma de amar la ciudad de New York y la vida, una y otra vez. Lo había aceptado con alegría. Mirando a los surfistas en la playa Bondi, prometí hacerlo nuevamente cuando volviera a casa en otoño, sin importar lo que pase.
Ellis Avery fue la autora de dos novelas, una memoria y un libro de poesía. Enseñó escritura de ficción en la Universidad de Columbia y en la Universidad de California, Berkeley. Ella murió de cáncer en febrero de 2019.